Reflexiones mediocres.

Un Miércoles como otro cualquiera. Yo, de pie en el vagón (es sabido por todos que si consigues asiento a las ocho de la mañana en el Metro de Madrid es que eres Dios. O que estás embarazada). Total, que como cualquier otra mañana de diario, ando abstraída en la lectura. Suelo evitar todo contacto visual con desconocidos, pero hoy en particular he estado unos tres minutos de mi tiempo mirando a los ojos a un niño que tenía enfrente. Espeluznante. Lo cierto es que el juego de "a ver quién aguanta más la mirada" lo ha empezado él, pero es que no tolero que los niños te observen fijamente, con sus ojitos clavados en tu persona. Me pone histérica.

El caso es, que mientras intercambiábamos un sin fin de miraditas asesinas/homicidas/magnicidas, me ha dado por reflexionar (secuelas de saltarse el desayuno). Y es entonces cuando me he dicho, "Marta, ¿por qué odias tanto a los niños?". Porque me dan pena. Los mocosos son algo así como minipersonitas sin ningún tipo de escrúpulos, educación, y sin conocimiento alguno de su vida, la percepción del tiempo o su entorno en general. Ergo lo que quiero decir, es que no son más que individuos que llegan entre llantos al mundo e inmediatamente pasan a depender de una, dos o veintitrés figuras adultas, comúnmente conocidas como "padres". Podemos asumir que nuestra vida está condicionada, limitada a una serie de ocurrencias y rasgos preestablecidos. Es entonces cuando me ha dado por pensar que mi vida no es mía, sino que estoy viviendo la vida que me ha  tocado.

Ahora vendrán los tiquismiquis del "libre albedrío". Que sí, pero la herencia genética, educación, experiencias de infancia, inteligencia y personalidad de serie, ya te están tapiando la vida, que no te enteras. Total, que después de toda esta reflexión tan deficiente e incoherente, sólo he sido capaz de llegar a una conclusión: que soy gilipollas.

Y que el desayuno es la comida más importante del día.