"Mamá siempre decía que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes cuál te va a tocar".

Lo que quizá omitía la entrañable Sra.Gump es el hecho de que la leche de uno de esos bombones procede de una vaca asturiana con indigestión severa. Que muy posiblemente, será el dulce que primero te lleves a la boca. Y no sólo eso, sino que además va a ser el más aparente y codiciable de la caja.

No me malinterpretéis, no he venido a hablar de la adversidad de la vida; es que tengo un problema (¿otro?). He ido recopilando una serie de decisiones en las últimas semanas que ni son decisiones ni son nada.
Imaginaos que en vez de una caja de bombones, la vida fuese una partida a la Ruleta Rusa en una celda decrépita de la prisión de Butyrka en pleno siglo XIX (joder Marta, ni que supieras de Historia). Bueno, pues yo habría perdido antes de empezar a jugar si quiera.
Algunos lo llaman mala suerte, yo lo llamo déficit.
¿Es posible que la toma de decisiones sea un arte, y que sólo unos pocos visionarios hayan nacido con el don de pulirla? No tengo ni puta idea. Pero vaya, que está visto que lo de la ventura no va conmigo. No me habléis de "meter la pata" o de "cagarla hasta el fondo", si nunca habéis sido yo. No intentéis superar mi caos, no quiero que cientos de fracasos pesen sobre mi conciencia.

Y a pesar de todo, uno se lamenta de ser una ruina.
De hacer, hacerse, hacerlo y hacerles mal.
Que pesadumbre la necesidad de lamentarse cuando la inexistencia de alguien a quien llorar te escolta. Estoy a dos disgustos de recoger mis lágrimas en una copa de coñac, y vertérsela a la cara al primer subnormal
que se me cruce por delante.

Necesito un abrazo.